¡Fue la gota que colmó el vaso! ¡Soldados convictos rusos se levantan! ¡Convoy del ejército emboscado y destruido!

En toda Rusia, la presión de una guerra de desgaste con numerosas bajas ya no se limita al campo de batalla y ahora está desestabilizando las estructuras internas del país. A medida que las fuentes tradicionales de reclutamiento se agotan, el Estado ha recurrido cada vez más a la coerción, difuminando la línea entre el sistema penal y el militar. Esa dependencia ha convertido a las prisiones, de lugares de reclusión, en reservas de desesperación, resentimiento y desorden cercanas al frente. Cuando las únicas opciones que se presentan son la muerte en el frente o una lenta destrucción tras las rejas, comienzan a romperse los incentivos básicos que mantienen una sociedad gobernada por el miedo. La violencia, que antes se dirigía hacia fuera, empieza ahora a apuntar hacia dentro, contra las mismas estructuras que imponen la obediencia. Lo que está surgiendo no es solo un problema de mano de obra para el Kremlin, sino un creciente riesgo para la seguridad interna creado por él mismo.

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